Veneno
Miles de historias nos atraviesan, algunas tan imperceptibles que apenas hacen mella; otras, como en este caso, impactantes hasta el punto de fundirse con nuestra realidad. Los libros nos construyen. Como decía mi abuela, somos lo que leemos.
El libro en cuestión llegó a mis manos cuando tenía 14 años y estaba ávida de historias de esas que te hechizan, se enroscan alrededor del alma y te cambian. Tal era mi entusiasmo que antes de abrirlo estampé mi nombre sobre la cubierta para que no quedaran dudas de que ya tenía propietaria. Mi primer libro de misterio para adultos. Por los próximos cinco años, mi concepto de misterio para adultos se limitaría básicamente a sofisticados asesinatos en alguna mansión inglesa, resueltos por un detective belga al son de una banda de Jazz.
Todos y cada uno de los libros que leí en esa época me marcaron de alguna u otra manera pero nunca como éste. Nunca como el primero. Lo adjudico a esa combinación de edad del pavo, curiosidad ante lo que alguna vez había estado prohibido y el típico frenesí que siente cualquier devorador de libros frente al relato desconocido. Ese escapismo crónico me costó amistades y experiencias; engendró mentiras huecas y puso excusas en mi boca, cualquier cosa con tal de robarle un minuto más al universo mágico de sus páginas. Pero sobre todo, aprendí que las intrigas urbanas y campestres son las mismas no importa donde o cuando vivamos.
Confieso que ese detalle insignificante, esa revelación inesperada sembró la semilla en mi mente. No le di más vueltas al asunto y pasaron muchos años antes de que esa semilla germinara. Cuando por fin lo hizo, la memoria del libro originario fue casi como una profecía que finalmente encontró dueño.
Estudié la trama, la di vuelta, la destruí y la volví a pegar hasta que todo tuvo sentido. Renombré personajes, repatrié a otros y los sometí a juicio anticipado sabiendo que las culpas y los culpables me ofrecían un vistazo anticipado de mi propio devenir. Mastiqué el desenlace con calma evitando caer en la desesperación de quien palpita un final triste.
Es increíble la cantidad de detalles que nuestras mentes pueden retener, especialmente cuando es algo que nos intriga y obsesiona. “El Misterioso Caso de Styles” me introdujo a la estricnina y de ahí, morbosa y pérfida como era, pasé a la digitalina, a la tropina, al arsénico y, finalmente, al cianuro. Plantas, me decía a mi misma para darme ánimo.
Ah, pero la misma planta que te cura también te mata.
Ahora paso mis últimos días encerrada en el cuarto del geriátrico, peor que una cárcel si me preguntan. En la cárcel al menos fui alguien, estuve en boca de alguna desprevenida o formé parte de la lista de presos célebres. Acá no soy nadie. Un cuerpo en una cama esperando el triste final.
Tal vez elegí mal. Estricnina en vez de cianuro. Masas secas en vez de masas finas. O quizás nada de eso habría sucedido si se hubiese tratado de otro libro; un libro sobre mariposas y unicornios o una princesa en su castillo de hielo.
Un cansancio enorme se apodera de mí. Doy vuelta la última hoja de mi primer libro y mi mano tiembla al cerrar la cubierta. Poso los dedos sobre la hendidura de mi caligrafía infantil y el pasado cubre mis ojos de nieblas pero aun así alcanzo a divisar mi nombre en tinta azul: Yiya Murano.