Una Delirante Caminata Espacial
Quince minutos después de que la alarma sonara en el módulo europeo Columbus de la Estación Espacial Internacional, me encontraba dentro de mi traje extravehicular aguardando las órdenes del comandante. La diminuta partícula de basura espacial había desconectado una pieza de uno de los giroscopios de la estación, y la estructura corría peligro de quedarse sin momentum rotatorio.
Cada sección de mi traje había sido sellada y ajustada pero antes de colocarme el casco, levanté mi mano enguantada y señalé uno de los armarios adosados a la pared del módulo.
—Pasame un “Jorgito”.
Mis compañeros, un alemán y una francesa de la Agencia Europea, se rieron. Como buen argentino, cuando me enteré que podía traer un objeto personal a la estación, elegí un alfajor. Me prometí que lo reservaría para un momento especial y, dada la presente situación, sentí que el momento había llegado. Guardé el alfajor en un bolsillo presurizado y con gesto algo dramático indiqué a mis colegas que estaba listo.
Aunque esta era mi tercera caminata espacial, nada te prepara para el momento en que tu cuerpo entra en contacto con el vacío absoluto y todo en lo que podés pensar es en los tres centímetros de tela que te separan de una muerte horrorosa. Al mismo tiempo, tu alma se exacerba, maravillada por tanta belleza.
—¿Cómo va la cosa? —preguntó el comandante. —Tenés cuarenta minutos antes de quedar expuesto. No quiero tener que despegarte de un panel cuando el sol te cocine.
A pesar de estar atado a la cuerda de seguridad, desplazarse en gravedad cero yendo a 27.000 kilómetros por hora presentaba todo tipo de desafíos. Y el traje EVA, con sus guantes semi-rígidos, hacía difícil el simple acto de sujetarse de los pasamanos que se hallaban distribuidos por los paneles exteriores de la estación.
Avanzaba con lentitud, el sonido de mi propia respiración amplificado dentro del casco, consciente de los minutos que corrían cuando de repente algo delante mío llamó mi atención. Al principio no le di importancia. El espacio está lleno de fenómenos curiosos que la ciencia se ha preocupado por desmitificar. Pero cuando el punto de luz empezó a hacerse más grande me di cuenta de que éste no era un evento normal. Algo o alguien se estaba aproximando.
—Comandante, ¿lo ve?
—Sí, será mejor que vuelvas al módulo. ¡Date prisa!
El toque de urgencia en su voz no me pasó desapercibido. Había perdido minutos preciosos y caí en la cuenta de que ya no tenía tiempo de alcanzar el giroscopio o regresar a la escotilla antes de quedar expuesto a la radiación solar. Y ese objeto extraño se estaba acercando a velocidad sorprendente.
Aferrado al pasamano, con los gritos de mis compañeros resonando dentro del casco y el súbito deseo de estar de vuelta en mi barrio de Buenos Aires, fui testigo de algo asombroso.
El objeto luminoso había dejado de brillar y pude detectar la silueta de una criatura como ninguna. Una criatura inconfundible. El reflejo de mi propio rostro en el visor me devolvió ojos agigantados y una boca abierta en completo estupor. Porque allí, frente a mi en el espacio sideral, flotaba un cerdo con alas.
Las palabras se atragantaron en mi garganta y cuando el porcino volador se acercó a apenas metros y me miró con expresión curiosa pero universal a la vez, mi primer instinto fue buscar el “Jorgito” en mi traje. Nada como alimentar a un cerdo en el espacio.
El alfajor estaba hecho migajas pero eso no detuvo a la criatura quien lo tomó cuidadosamente con sus dientes y lo engulló con envoltorio y todo. Si no fuera que mis minutos estaban ahora contados habría celebrado el intercambio cultural.
Leyendo mi mente y husmeando mi desesperación, el cerdo voló hacia los giroscopios y sus ojos diminutos se encendieron como brasas. Perplejo, observé que de sus ojos salían sendos haces de fuego que fusionaron el giroscopio al instante. Listo, un problema menos, pensé. Ahora solo quedaba el inoportuno problema de la radiación solar.
Cerré los ojos y di la espalda al planeta azul. Dolía verlo por última vez. Ahogué las voces en el casco con un sollozo y me preparé para lo inevitable. Cuando los primeros rayos del sol aparecieron en mi horizonte, apreté fuerte los ojos anticipando la fuerza de su calor hasta que me di cuenta de que nada pasaba.
Segundos más tarde, abrí los ojos. Cientos de cerdos alados rodeaban la estación espacial como muralla alucinante que el sol, incapaz de atravesar, desdibujaba contra el lienzo negro de la noche infinita.