Manual de Autoayuda
La veo pelar la manzana con inusual parsimonia, la prisa de siempre apenas perceptible en los botones salteados de la blusa. Usa el cuchillo con la habilidad que da la experiencia y con un solo movimiento rotatorio desenmascara la jugosa pulpa y se relame anticipando el primer mordisco.
No me ve llegar y me adentro despacito para contemplarla sin obstrucciones. Con su título de gurú de la autoayuda, uno esperaría que esta mujer que huele a joya francesa y duerme envuelta en Versaces y Guccis, fuese capaz de interpretar los signos que el universo le ha estado enviando. Dios sabe que he hecho el esfuerzo por dejárselo saber.
Sus manuales gordos de páginas, empapelados de rosa, melenas sexies y dientes brillantes, ya no me impresionan. Yo, que la conozco tan bien, podría acusarla de falso testimonio, de utilizar su pluma empalagosa y cruel para vender ideas que a nadie le sirven. Y si le sirven a alguien es a ese uno por ciento de la humanidad que no merece ser salvada.
Su última obra, el best-seller del que todos hablan y se regodean por interpretar, ha hecho brotar mi pasión dormida. La tirria sabe a hiel rancia en mi boca y me cubro los labios para no escupirle un grito. Miro de refilón y lo veo sobre la mesa. El libro de la discordia. El manual de autoayuda. De alguna manera, las palabras parecen dirigidas a mi. ¡A mi! Como si fuera yo la que necesita recurrir a un instructivo para la vida, cuando soy la única que sabe dónde dejó olvidado el reloj o si falta leche en la heladera.
La observo a la distancia, como en la periferia de su ritual matutino, sin querer ser percibida. La cáscara de manzana cae con un ruido sordo sobre el mosaico de la cocina y ella rezonga pero no se mueve. Se concentra en el tallo y después evalúa el grado de madurez de la fruta con ojo crítico. Mueve la manzana en un ángulo y le propina un mordisco. Mastica y vuelve a morder. Una y otra vez.
Al cabo de un minuto, termina la manzana y arroja los restos en la bacha. Cuento los segundos en mi mente y la veo trastabillar y luego sujetarse de la mesada. Tose y me acerco por detrás. En ese momento se da vuelta y me ve con el horror reflejado en sus ojos. Trata de decir algo pero no puede emitir sonido. Se lleva una mano a la garganta y la otra busca el cuchillo que quedó olvidado.
Me agacho y recojo la cáscara descartada. Se la muestro, roja y brillante como la sangre que empieza a brotar de su boca.
— La cáscara es roja porque la manzana absorbe todos los colores del arcoiris menos el rojo — siento la necesidad de instruirla.
Ella se lleva la mano a la boca y luego observa sus dedos teñidos de rojo. Incrédula, da un manotazo de ciego y la cáscara vuela y se estrella contra la pared.
Pienso en todas las manzanas que la he visto comer y descartar como si nada, esperando que yo juntara sin quejarme, como buena “por hora” agradecida por existir en la misma confluencia planetaria que ella.
La observo boquear, me desanudo el delantal y se lo arrojo a la cara como un pequeño acto de agravio en el que se concentran todas las ofensas que he dejado pasar. Camino hacia la mesa y parpadeo, irritada. El nombre se siente como una bofetada en la cara: “Como encontrar a la sirvienta ideal”. Entonces lanzo un suspiro al aire y me alejo a paso enérgico, momentos antes de oírla caer al piso.