Invasión

La derrota es total y aplastante. Las cifras finales arrojan más de 3.000.000 de desaparecidos entre muertos, abducidos y algún que otro vendido que le ha puesto fecha de expiración a la humanidad. Treinta y siete días después de iniciada la invasión, nos encontramos en los túneles del Subte D, entre Juramento y Congreso, tratando de ignorar el ruido de explosiones y el zumbido extrañamente melancólico del rayo paralizante. 

El rayo o “trompita” como lo llamamos, es el arma predilecta de los invasores. Su sonido meloso, de trompeta triste (de ahí el apodo), te revuelve las tripas porque significa que algún infeliz está a punto de caer bajo su efecto devastador. Se registra como una parálisis de cuerpo completo, inmediata e indolora han dicho, y aunque las funciones básicas son preservadas cosa de no matarte, los músculos se tensan hasta convertirse en piedra. En una palabra, te convertís en estatua con pronóstico poco favorable.

Ahí es cuando te abducen. Una columna de luz purpúrea, densa y fétida, desciende de la nave nodriza y te succiona. Ahora bien, si les servís para algo, te retienen y te ponen a trabajar; de lo contrario te lanzan por una compuerta auxiliar, medio oculta, al vacío.

Buenos Aires ha perdido el primer millón de esa manera. Políticos socarrones, sindicalistas narcos, la chusma parlante de la TV, influencers de labios hinchados y miradas de vidrio, en fin, todos los hijes de puta que solían reírse de nuestro descontento empapelan ahora las calles céntricas. Sus cuerpos rotos, acéfalos, son un mero recordatorio de que los medios no parecen caerle bien a los invasores.

Y se comenta que los que son salvados de ese destino se vuelven engranajes o repuestos de la maquinaria alienígena, y que si no te morís del susto, te convertís en una especie de mayordomo al servicio de esa élite diminuta o, peor, plato principal en una de las tantas comilonas celebratorias.

Nuestro acampado subterráneo es un reflejo microscópico de la diversidad que se podía encontrar en esta ciudad; el terror de lo que nos espera afuera ha logrado lo imposible, unirnos en formas inesperadas. Desde la esposa del verdulero sosteniendo un diario en alto para que la señora de bien pueda ir al baño entre los durmientes hasta el chofer del 60 masajeándole los pies hinchados al psicólogo del Once con gota. Las enemistades más ínfimas se han desvanecido a favor de un frente único.

Lástima que ya no sirve de nada.

Desde Londres hasta Katmandú; desde Alaska hasta Tierra del Fuego, el mundo ha caído bajo el yugo de un invasor cuyos representantes no superan el metro de altura y su voz suena más a graznido de pato que a amo y señor. 

No nos queda más que esperar. Tarde o temprano, alguna avanzada del ejército invasor nos encontrará durmiendo o nos veremos forzados a emerger en busca de comida y a esparcirnos por la ciudad arrasada, cada uno a su suerte. La idea de abandonar al grupo da escalofrío, no porque seamos precisamente amigos entrañables sino más bien porque juntos hemos aprendido a sobrevivir. 

Tuvo que venirse una invasión extraterrestre para superar la grieta.

Dos días más tarde ya solo quedamos un puñado. El hambre nos ha podido. Miro a mis compañeros con ojos cansados, recojo un gorro sucio y un martillo olvidado,  y me pongo de pie.

—No se ustedes, pero yo no me resigno a perder.

Me alejo sin esperar una respuesta y cuando estoy a punto de llegar a la estación, oigo el ruido de pasos y la respiración entrecortada de cuatro almas en vilo que me siguen. 

No estamos acabados. La guerra recién comienza.