Gol
El cero a cero dolía como una daga incrustada entre las costillas.
¡Estábamos tan cerca de lograr el paso a la primera final de nuestras vidas! Pero la maldita sequía de puntos que nos había acompañado durante toda la campaña se hacía presente una vez más.
Tres pases y ellos llegaban al arco. Cien toques trabados, casi tímidos, y apenas lográbamos retener la pelota lo suficiente como para salvar el honor. Y nuevamente perder el balón y lanzarse a una persecución indigna que dejaba los tobillos de los rivales amoratados y nuestros nombres en la lista de tarjetas amarillas. Los insultos de la platea bajaban en una sarta de gritos en las que se entretejían hijos, madres y putas. Yo lo soportaba estoico, acostumbrado a la mofa, aunque hoy era diferente. Hoy había que ganar.
Con tres minutos de juego por delante y un equipo sin piernas, yo me movía en una grilla defensiva, siguiendo las instrucciones del director técnico que a estas alturas lanzaba llamaradas por la boca. Que los delanteros se queden adelante, no bajen más. Que los volantes de enganche se muevan en horizontal y hagan pases cortos. Que la defensa no retenga la pelota, que la mueva al medio campo y que el arquero, el puto arquero, deje de restregarse los guantes y se pare con personalidad. Que si perdemos, perdemos con la cabeza bien alta.
La acción se concentraba ahora en el área chica del otro equipo. Yo no quise mirar. Levanté la vista hacia el lienzo nocturno que se recortaba más allá de los reflectores, tratando de vaciar mi mente de pensamientos negativos. Le recé a Dios, a Alá y al D10S por si acaso. No había nada que hacer. La pelota perdió el rumbo nuevamente, y la delantera rival avanzaba hacia nuestras trincheras con galope atronador. Me preparé lo mejor que pude, los pies firmes sobre el césped, el cuerpo ligeramente encorvado como gladiador a la espera del batacazo final, y los ojos clavados en el esférico. Se venían tres.
Los encargados de recuperar el balón habían quedado tan atrás que los defensores se vieron forzados a salir al encontronazo, pero los tackles semi-inoperantes auguraban un desenlace anticipado. Un pase largo que conectó con su delantero estrella y el púber ya volaba hacia el arco. Llevaba la cara ceñida en una muesca de concentración, sabiéndose crack con futuro europeo y bolsillos inflados. Sin obstáculos en el camino, se proyectó en línea recta con la pelota adherida al botín izquierdo.
Yo era la última barrera. El arquero de trayectoria aceptable pero no relevante. El flaco narigón que se había comido los goles equivocados en los partidos claves. El que soñaba con un triunfo de selección en el campo enlodado de un equipo de la B. La figura apagada de un club fracasado que necesitaba un culpable; un responsable por haber logrado absolutamente nada en tantos años. Por eso, cuando el acceso a semis nos cayó como un milagro mandado por el dios del balompié, todas las miradas se concentraron en mí. Flaco, no nos falles ahora. Quién sabe cuándo habrá otra oportunidad así. Agarrala fuerte.
La pelota parecía levitar sobre el pie derecho del delantero, que comía metros en carrera furiosa. Me adelanté unos pasos, con los brazos extendidos para cubrir más huecos. Nunca sabré que pasó en ese momento. No le deseé mal, solo un resbalón que me diera tiempo a reaccionar y cubrir la pelota. Uno. Dos. Tres. Los ojos se me dilataron al ver el botín izquierdo salir disparado por el aire y al delantero venirse de trompa a la entrada del área grande. A puro reflejo, mis piernas explotaron en un salto potente y, mientras el pibe caía despatarrado, yo aterrizaba sobre el balón, envolviéndolo con todo mi cuerpo como un padre protegiendo a su recién nacido. Escuché alaridos de estupor y un defensor ya me estaba cacheteando eufórico la espalda. Me levanté con un gruñido y la pelota resguardada entre los guantes. El director técnico se había desplomado de rodillas y se estaba persignando. Alguien de la hinchada rival me revoleó una lata de gaseosa que pasó a centímetros de mi cabeza.
El delantero ya estaba de pie, masticando pasto y frustración. Los cinco gatos colados de nuestra hinchada gritaron mi nombre. Sonreí por primera vez.
Si todo fuera tan fácil, pensé. Uno. Dos. Tres. Y tus deseos se cumplen. Pensé en las veces que me había quedado con la bronca de una oportunidad perdida. Yo, arquero, siempre conteniendo, nunca arremetiendo. No había envidia solo el deseo de, por una vez, mandar todo al carajo y ponerme al frente de la orquesta. Dejarme llevar por el todo vale cuando no había nada más que perder. Ya está.
Uno. Dos. Tres.
Treinta segundos para el tiempo cumplido. El director técnico pegó el grito para que saque largo. Los dos puntas lejanos me hacían señas para que les tirara la pelota. Pero yo ya estaba harto. Harto de un equipo sin alma.
Uno. Dos Tres.
Bajé la pelota y con parsimonia de ñoqui me moví hacia la derecha, ante la mirada confusa del delantero y los ojos alarmados de mi defensa. Ignorando el miedo y los gritos, y aprovechando la sorpresa, metí primera y me colé por la línea lateral. Mi mirada clavada en la pelota, me desplazaba como culebra embravecida, dejando rivales boquiabiertos y compañeros llenos de espanto. Puse segunda y crucé el círculo central, la barba golpeándome el pecho henchido de garra.
Uno.
Sorteé al central enemigo y le clavé un túnel ensordecedor al primer defensa que trató de bajarme con una plancha filosa.
Dos.
Se me vinieron tres en combo, uno apuntando a las piernas, el otro agitando los codos como pájaro asesino y el tercero preparando el hombro para embestirme. Parada en seco, giro sobre el mismo eje, y salí de entre los tres con los guantes enredados de pelos, pasto y sudor.
Tres.
El arquero rival. Primero leí el pánico que pronto se transformó en aceptación y derivó en un intento mediocre de bloquearme el paso. Con su hinchada de fondo, recurrió al viejo truco de desenvainar los brazos y arrojarse por lo bajo, buscando mis pies más que la pelota. Pero la inercia me empujaba las piernas y, sacando destreza y puntería del alma vacía de gol, pateé con la fuerza de mil plegarias y el deseo de ser, finalmente, el héroe de la jornada. Los sueños de una vida viajaban condensados en esa esfera de poliuretano. El arquero estiró los dedos y rozó la bola que bajaba en un arco perfecto. Sabiéndose derrotado, cayó de vientre sobre la cancha y ya no se levantó más. La número cinco cerró la comba con un silbido triunfal y se clavó en el ángulo derecho ante la mirada pasmada del estadio.
Silencio. Ya no existían rivalidades. Frente al milagro, el asombro se anteponía a los colores.
Cincuenta mil almas estallaron en un grito enorme. Gooooooool!!!