Apollinaire
París, agosto de 1942
La luna menguante alumbra la entrada de la casa del doctor Gagneux y me detengo en el acto al distinguir la silueta de un guardia en la puerta. Retrocedo sobre mis pasos, rodeo la casa y trepo hacia el techo con la agilidad que dan el miedo y tres meses de entrenamiento en los bosques de Meudon.
—Apollinaire… ¡Apollinaire! —susurro mientras mis ojos recorren los promontorios del techo.
Me acerco a la diminuta puerta-trampa y la abro, escuchando atentamente. Mis oídos captan murmullos distantes y el ruido de un convoy militar atravesando el boulevard. Con desazón, me introduzco por el diminuto hueco y bajo por una escalera improvisada de cajas de madera. La casa está a oscuras.
La pared rugosa me guía hacia la puerta del estudio que se encuentra abierta de par a par. La luz de una lámpara callejera se filtra por la única ventana y entrecierro los ojos en un intento por distinguir los contornos de lo que alguna vez fuese el consultorio del doctor Gagneux. Los muebles están esparcidos y dados vuelta y el piso cubierto por todo tipo de objetos que los Nazis han descartado luego de pasar su malograda inspección.
Acusado de colaborar con la resistencia, Gagneux ha sido trasladado a una prisión en las afueras de la ciudad. Los alemanes descendieron como buitres sobre sus pertenencias, desesperados por hallar evidencia de su traición. Me sonrío por un momento al imaginar su frustración.
Me muevo con cuidado por la habitación, sabiendo que un paso en falso puede alertar al guardia apostado en la puerta. Siento pedazos de vidrio crujir bajo mis zapatos y me detengo a recoger un portaretratos. La foto se ha salvado de la furia Nazi y la extraigo casi con reverencia al observar el familiar rostro del doctor rodeado por dos niños. Me cubro la boca cuando el nudo en la garganta amenaza escapar en un sollozo. Guardo la foto en un bolsillo y avanzo hacia un escritorio que alguien ha procedido a destruir a hachazos. Los cajones yacen desparramados sobre el piso y descubro algunas piezas que el doctor atesoraba.
—No hay tiempo para esto —me digo a mi misma—. Ya no queda tiempo.
Y en medio de esos retazos de vida, empujo recuerdos y voces fuera de mi mente y me concentro en la tarea que he venido a cumplir.
—Apollinaire… ¿Dónde estás Apollinaire?
Con cada segundo que pasa, la desesperación va creciendo porque no encontrar a Apollinaire podría sellar la suerte del buen doctor y la de tantos otros. Me invade una oleada de furia hacia los que decidieron que yo era la indicada para esta misión. ¿Cómo podría serlo? Si cada metro cuadrado de este edificio alberga un fantasma, una noche de desvelos, una tarde de té y masas, un bebé llorando, un poema perdido entre libros de terminología médica y clásicos griegos. Y en el aire tenso y frío del consultorio de mi padre, me doy cuenta de que no soy la única a la que el pasado le ha sido arrancado de un tirón.
En ese momento escucho un ruido y el corazón me estalla del susto. Contengo el aliento y espero. De la oscuridad de una silla, veo asomar la figura de Apollinaire, quien al presentirme se restriega contra mis piernas. Lo recojo entre mis brazos y lo beso. Le quito el collar y mis dedos estudian la costura interna hasta encontrar una ranura. Escarbo con las uñas y desprendo un diminuto rollo de papel. Ahí está. La lista con los nombres de espías Nazis.
Con Apollinaire bajo el brazo, escapo de la casa cuando las primeras luces del alba descienden sobre París.