La Muerte de un Romano

Salustio Craso agoniza.

La incredulidad inicial ha dado paso a la resignación y con las primeras luces del alba el terror más absoluto se apodera de él. Cierra los ojos en un intento por evadir lo inevitable, pero sus otros sentidos lo traicionan. Puede oler la muerte emanando de las paredes cavernosas, densa y rancia, como azufre brotando de la boca de Orcus. 

Su compañero, un dacio bajo y delgado como espiga, duerme de lado con las manos enlazadas al pecho. Con cada bocanada de aire que inhala, un silbido rasposo emana de su garganta; el esfuerzo no parece afectarle y Salustio se pregunta si su propia muerte será tan pacífica. Ha oído historias horrorosas sobre los condenados que son arrojados a las fosas de la montaña para morir asfixiados por los gases volcánicos. Por un segundo, envidia la serenidad con que duerme el dacio.

Salustio dirige su vista hacia el enorme cráter que se abre encima de ellos. La luz púrpura del amanecer inunda la entrada a la cueva y el romano no puede evitar pensar en otros amaneceres vividos en tierras lejanas. Roma. Su finca junto al Tíber. Los vinos dulces de Tirrenia que avivan carcajadas eternas como la ciudad misma. Su asiento en el Senado. Es curioso como riqueza y reputación no importan a la hora de pagar tributo a los dioses. El ilustre senador romano y el granjero de la Dacia compartiendo sus últimas horas. Lo absurdo de la situación le hace reír.

Su risa se vuelve ataque de tos y, con los pulmones ardiendo, Salustio se incorpora jadeando por aire. Cuando la tos se desvanece, el veterano senador se desploma sobre el suelo y apoya su cabeza calva contra la pared de la cueva. Su saliva se torna acre. Se lleva una mano a la boca y nota algo húmedo entre sus dedos. Sangre.

La conmoción debe haber despertado a Costu porque el dacio ahora empieza a toser.

—Amigo mío, siento que los dioses nos han abandonado y se acerca la hora.  —Salustio dice con voz entrecortada.

El dacio lo mira con ojos de reproche.

—No culpes a tus dioses por algo que no han hecho. Guarda para Roma el rencor que queda en tu alma, pues ella te ha clavado el puñal.

La mención de Roma en labios del bárbaro trae una nueva ola de recuerdos y el dolor se hace insostenible. De repente, Salustio se da cuenta de todo lo que va a extrañar cuando se haya ido.

—¡Roma! ¡Mis hijos! ¿Qué será de ellos?

—Romano tonto, ¿es que no ven tus ojos más allá de las paredes de esta prisión? Roma te enceguece. Ni la distancia puede salvarte de su tramposa influencia. Eres un esclavo, tú, que te crees amo.

—¡Calla! ¿Que puede saber un mendigo de los montes sobre la ciudad eterna? —Salustio grita enojado.

—Tu Roma engendra muerte. Solo aquellos que escuchen la voz del Nazareno vivirán eternamente. Ni tus hijos, ni los hijos de tus hijos conocerán la vida eterna, pues por el césar han nacido y por el césar morirán.

Con furia acumulandose en su pecho, Salustio se arrastra hacia el dacio, dispuesto a hacerlo callar.

—¿Qué dices? Tu Cristo no vale la muerte de dos jóvenes romanos, simiente de nuevas y gloriosas generaciones de patricios… —el senador hace un gesto de dolor—. Debí imaginar que eras otro de esos charlatanes.

Costu ríe burlón y le enseña su puño en el aire. Al abrirlo, revela un diminuto pez tallado en madera. El símbolo del Cristo.

—Mi Cristo es todo lo que me queda, romano. ¿Qué tienes tú en cambio? Tus propios hijos te han abandonado.

—Eres cruel, cristiano —se lamenta Salustio.

—La muerte que se acerca me otorga ese privilegio.

Salustio eleva su mirada hacia el cráter inalcanzable. Sus ojos ven más allá de las serenas nubes matinales que flotan en un cielo azul y nítido. De repente, el volcán exuda su vapor apestoso y el cielo lejano se vuelve más inalcanzable aún. Como envuelto en una visión de Sibila, la vía de las Sepulturas se abre ante él. Un cortejo fúnebre avanza por el centro, bordeado por hileras de nobles, con sus togas blancas y rostros ensombrecidos. El lamento de una tuba marca el paso del cortejo, mientras que el coro que encabeza la procesión interpreta un canto fúnebre.

Detrás de los músicos siguen los sacerdotes de Isis, vestidos de blanco y portando una espiga de trigo en sus manos. Algunas personas llevan faroles y antorchas que iluminan la oscuridad diáfana previa al amanecer. Seis soldados cargan el cuerpo cubierto por una manta púrpura bordada con hilos de oro. Flanqueando el cuerpo, marchan dos jóvenes muy distintos uno del otro.

Hijos míos.

Atius va vestido con toda la regalía de un centurión mientras que Tiberio lleva las sedas propias del hijo de un patricio. A sus espaldas se pueden ver decenas de pancartas con el rostro de Salustio.

Al arribar al foro, el cuerpo es depositado sobre un altar. Los hijos de Salustio se adelantan. El centurión se quita el caso y se arrodilla reverentemente junto al cuerpo de su padre. 

—Padre mío…

Apoya su cabeza contra el altar, en aparente contrición. Entonces, sus ojos descubren parte de la mano de Salustio que sobresale por debajo de la manta. El muerto tiene la mano cerrada y parece sostener algo. La expresión de Atius se altera pero recupera su compostura y se pone de pie. El centurión vuelve a calzarse el casco y se enfrenta a la multitud.

—Nunca un hijo ha honrado tanto a su padre como yo te honro en la muerte. Isis llora por tí; Roma se estremece de dolor ante la partida de su ilustre senador. Salustio Craso vivió y murió por la gloria de nuestro emperador. Que su obra sirva de ejemplo a sus sucesores y enseñe al mundo bárbaro la supremacía de Roma y la fuerza de su espada.  

Tiberio se acerca a su hermano y, juntos, sostienen la antorcha que les entrega el sumo sacerdote. Levantan sus brazos y exhiben la tea sagrada.

—¡Salve Eternum!

La multitud explota.

—¡Salve Salustio Craso!

Suena una trompeta.

Los hermanos encienden la pira funeraria con la tea. Se apartan del altar cuando el fuego se esparce y envuelve al cadáver. Mientras los restos mortales de Salustio arden, el objeto que aferra en su mano cae a los pies de Atius. El centurión se inclina para recogerlo. Es un pez de madera. Lo observa, desconcertado, y lo esconde en su puño.

El perfil aguileño de Salustio se desdibuja bajo la manta en llamas. El fuego, alimentado por la brisa que sopla del Tíber, se agiganta y las lenguas candentes desdibujan como pinceladas el fondo de mármol y piedra del foro.

Un grito de angustia explota en la garganta de Salustio, quien despierta de su estupor. Confundido, apoya las manos sobre el suelo y mira a su alrededor. Costu, tendido a su lado, lo observa sin inmutarse.

En algún lugar de la cueva el volcán se estremece. Salustio se cubre los oídos.

—La barca ha anclado a orillas de este volcán y aguarda a los viajeros, presta a zarpar —susurra Costu—. ¿Dónde están tus hijos ahora?

—¿Quién te crees tú para acusarlos? Tú, y los de tu clase, farsantes seguidores de un judío, no merecen la piedad que los soldados del césar mostraron en tu aldea. Debieron arrojarte desde el peñasco más alto y fundir tus tripas en hierro.

—La muerte te acaricia la lengua al igual que nubla tu mente con la oscuridad de quien nunca ha encontrado la fe.  

Salustio alza sus brazos hacia el techo de la cueva en gesto resignado.

—Harpócrates, dios del silencio, cose los labios del cristiano y dale reposo a mis oídos.

—La traición, aún la más terrible, puede sobrellevarse. Pero cuando es el propio hijo el que arremete contra el padre… ¡Desdicha más amarga se ha visto!

Salustio sacude la cabeza, negándose a aceptar sus palabras.

—Te engañas, cristiano. No sabes nada de mí ni de mis hijos.

—Sé que tu hijo, el centurión, al frente de sus legionarios, arrasó la Dacia para dicha de tu emperador. Y que al conocer tu paradero, decidió poner fin a tu vida arrojándote a las fauces del volcán sin salida.

Salustio sacude su cabeza en un intento por borrar las palabras del cristiano.

—¡Calla insensato! ¡Mis hijos me respetan, me veneran como a un dios!

Costu, al otro lado de la cueva, empieza a arrastrarse hacia él. Su rostro se oscurece y al emerger de las sombras, Salustio ve aparecer a Tiberio, con sus ropas costosas y rostro aniñado. Se encamina hacia su padre y se sienta a su lado, con expresión atribulada.

—Padre, hoy celebramos tu funeral. El Senado de Roma cerró sus puertas para honrar al gran Salustio Craso. 

—Sí, lo he visto. Tú y tu hermano hablaron muy bien en mi memoria. Eso me hace feliz.

—Fuiste un buen padre y un ciudadano ejemplar.

—Cumplí con mis deberes tal como tu madre lo hubiera querido.

Salustio parece buscar a alguien con la mirada.

—Tu hermano, ¿dónde está Atius?

—Conquistando tierras para el imperio, como ha sido siempre tu deseo. Septimio, el hijo del edil Marco Galerio, tuvo noticias de que su ejército logró importantes conquistas en la Dacia. Tienes un hijo que enorgullece a Roma.

—Mis dos hijos hacen honor a su linaje.

Tiberio se pone serio de golpe.

—Padre, mírame y dime qué ves. 

—Veo a la diosa Vesta agradeciendo las ofrendas que he depositado en su templo.

Tiberio comienza a sollozar. Salustio le coloca una mano sobre el hombro, preocupado.

—Hijo mío, dime qué te sucede. 

—La ciudad se ha plagado de rumores.

—¿Qué rumores? Habla ya.

—Rumores sobre tu muerte. Dicen… dicen que la mano del hombre tuvo que ver con ella y que mi hermano, el centurión, lleva tu sangre en su conciencia.

—¡Por Pólix! ¿Quién ha de creer semejante mentira?

—Los patricios de Roma ya lo dan por cierto.

—¿Y tú, Tiberio? Vamos, cuéntame ¿qué sabes de ello?

—Mi hermano quiere llegar al cargo de prefecto y tu posición en el senado, contraria a los planes del césar, se ha alzado como una barrera infranqueable para él.

—No es nada nuevo que tu hermano desapruebe de mis opiniones políticas. Se ha empecinado en hacerlo desde el mismo día de su nacimiento.

—Padre, ¿entonces es cierto? Dices que mi hermano te tenía como rival.

—No, Tiberio. Tu hermano piensa como un soldado y todos sabemos que un hombre de armas es un hombre que gusta de formarse enemigos inexistentes.

Salustio abraza a su hijo y le acaricia la cabeza mientras Tiberio llora sin consuelo.

—¿Quién puso fin a tu vida? —susurra.

—No lo sé. Es un secreto que se reservan los dioses.

—Padre, me siento tan solo…

Tiberio se deshace del abrazo y se pone de pie. Comienza a alejarse ante la mirada angustiada de Salustio.

—No te vayas… hijo. 

Tiberio retrocede y sin despegar la vista de su padre se aleja hasta que su silueta parece evaporarse en el aire. 

Costu contempla al romano confundido por lo que acaba de oír.

—Roma. ¿Qué consuelo puede ofrecerte ahora? En estos momentos finales, ni siquiera puedes hallar alivio en su memoria… Roma duele, Salustio, como duelen las heridas viejas que se pudren.

Costu se cubre la boca y se desdobla en un violento acceso de tos. Salustio se incorpora con gran esfuerzo y eleva sus ojos hacia el cielo.

—Fijáos dioses, el cristiano también cava su foso en el érebo.

—Las emanaciones son cada vez más fuertes. Es cuestión de minutos ahora.

Costu se acerca a una pared, recoge una piedra del suelo y, sin preámbulos, hace un tajo en su brazo. Ignorando el dolor y la sangre que corre por su brazo, se pone a dibujar sobre la pared de la cueva.

Salustio deja de sonreír y su rostro se oscurece de temor. Una densa nube de vapor que emerge de la piedra lo envuelve y el senador cierra los ojos lentamente.

—Oh, Roma, permíteme recordarte por última vez. 

—Necio, Roma ya se ha olvidado de tí.

Salustio abre los ojos. Está sentado en un banco de piedra en el sudatorium y junto a él, envuelto en una holgada túnica que solo cubre sus piernas, se encuentra Atius.

—Atius, has venido a despedirte. 

—Nada tengo que decirte.  Mi padre ha muerto. Lo enterré hoy en Roma.

—Bien lo sé. Pero cuéntame, tú y tus legiones, ¿hacia dónde se dirigen ahora? ¿Qué nuevos territorios ganarán para el emperador?

—Hay pueblos que apaciguar en la Galia. Me siento cansado de viajar día y noche a lomo de caballo, arreando hombres y tiendas, vigilando que el botín permanezca intacto y que el enemigo no ataque por sorpresa. La vida de un soldado es muy dura.

—Regresa a Roma, hijo mío, a tu patria. Julia te espera.

—¿Julia, romano? La mujer de un soldado también se cansa de esperar. Julia se fue con Astor. 

—El emperador hará pagar a su sobrina por haberte abandonado.

Atius enseña los dientes, mordaz.

—Julia duerme en palacio. Nuestro César cuida bien de su familia.

Salustio se pone repentinamente serio.

—Atius, ¿Qué sabes tú de mi muerte?

—¿A quién le importa tu muerte? De nada sirvió.

—¿Qué quieres decir? 

—Tu muerte fue inútil como inútil es sembrar trigo en un pedregal. Camino a Roma, al término de la expedición a la Dacia, me crucé con Septimio, el hijo de tu amigo el edil, y supe por él que Julia había huído con Astor. El césar dio inmediato amparo a su sobrina, mostrando a las claras que cualquier intervención de mi parte pondría fin a mi carrera en el ejército e, incluso, a mi vida. Tu posición en el Senado, de firme rechazo a la última proclama de Augusto, fue aprovechada por el mismo césar para desprestigiarme. Mis aspiraciones de convertirme en prefecto de un pretorio imperial se las llevó la diosa fortuna.  ¡Y yo que volvía eufórico, pensando que mi triunfo abriría el camino hacia la prefectura!

—No discutiré contigo mis ideas sobre esa proclama. Ahora responde, ¿cómo fue que te enteraste de mi muerte? Pocos conocían que me encontraba en las provincias de la Dacia para entrevistarme con el cónsul Aureliano.

—Hace dos noches atacamos una aldea cristiana y por casualidad oí a un lugareño mencionar tu nombre. Le saqué la información a punta de espada y luego lo dejé escapar, ya que es bien visto por los dioses que algunas veces mostremos misericordia por nuestros enemigos. Fui en busca de mi padre, lo arranqué de la choza donde se hallaba y lo culpé de todas las desgracias que los dioses habían puesto en mi camino. Ya no tenía carrera en la milicia; ya no tenía esposa… y el causante de mi desdicha yacía en mis manos.

—¿Lo… lo mataste?

—Tuve que hacerlo. ¿Cómo iba a respetarme después de todo lo que le dije aquel día? Un viejo pastor de la aldea me contó que había un volcán en los montes Bihor donde los antiguos lanzaban a los traidores. El volcán escupe vapores venenosos y las víctimas, cautivas en sus cavernas, mueren a las pocas horas.

Salustio se queda mirando el vacío, espantado.

—Fuiste tú. Mi hijo… mi propio hijo.

Atius no da muestras de importarle la reacción de su padre.

—Miré su rostro cuando lo dejé caer por el pozo. No me gustó lo que vi. Sentí una garra fría sobre el pecho, como si el Hades se hubiese congelado de pronto. Uno de mis hombres atrapó al cristiano que me había informado sobre su paradero robando pan. Esta vez los dioses reclamaron su sacrificio y lo arrojé detrás de mi padre. 

Salustio se pone de pie y se aferra a los hombros del joven incapaz de creer sus palabras. Atius no hace el intento de defenderse. Salustio grita, llanto y rabia estremecen su cuerpo.

—¡Asesino, asesino! ¿No te das cuenta de lo que has hecho? Has traicionado a tu familia, a tu patria, ¡a tu padre! 

Atius se levanta y se suelta de sus brazos, molesto. Extrae algo de los pliegues de su túnica y se lo tiende. Es el pez de madera. El centurión lo alza como si fuera un trofeo de caza y mira a su padre, desafiante.

—El símbolo del Cristo —. Atius se acerca a su oído y murmura— ¿Has dejado de creer en Roma, padre?

Salustio se lo arranca de las manos. Atius se da vuelta y se aleja, riendo. Salustio no puede despegar su mirada del pez de madera hasta que una mano envuelve la suya y la cierra sobre el pez. 

Es la mano de Costu, que yace tendido junto a él. El vapor se ha transformado en un humo espeso y amarillento que quema la piel.

—Quédatelo. Tus dioses no se ofenderán —murmura el dacio.

Salustio lo sujeta con fuerza y se lo lleva al pecho. Sus ropas se encienden y el fuego que todo lo absuelve empieza a devorar sus miembros. Su conciencia se va vaciando y el dolor se siente ajeno, casi un estorbo. 

—Salustio, Salustio, ¿me oyes?

—Te oigo cristiano. 

—¿Puedes perdonar a quien te ha traicionado?

—Puedo.

Costu tose y se retuerce.  

—En… entonces perdóname, romano. Yo te entregué al centurión para salvar a los míos…

Salustio inspira una gran bocanada de aire sucio y caliente y luego, muriendo, su voz se escapa en un susurro.

—Te perdono… Atius… te perdono…

Costu queda en silencio, la imagen de un pez rojo colgando sobre su cabeza, contemplando la muerte que ya llega.