Sonidos que se Apagan

Lo oigo sollozar estridente y amargado, con los altibajos de una voz que se ha perdido entre nostalgias de tiempos de esplendor que ya no volverán. De alguna manera le perdono el desacato porque me ha devuelto mucho más de lo que yo le he dado. Y como sucede cada vez que su llanto me desconcierta, me entra culpa.

Soy un monstruo. No tengo derecho a exigirle nada. Al fin y al cabo, si no hubiera sido por él, hoy yo estaría olvidada en la vitrina de las mediocridades, una más del montón, remando para mantenerme a flote. Haberlo conocido lo cambió todo.

Recuerdo que era una tarde de invierno cuando mi padre me lo presentó y supe que desde ese momento mi vida cambiaría para siempre. Mi genio oculto, o el fuego sagrado como alguna vez lo llamara un periodista, se manifestó en los meses que siguieron y ya no hubo vuelta atrás. Aprendí a surfear mis emociones y liberarlas a través de su toque suave y armonioso, que mis manos anhelaban como un pétalo buscando el sol. Nos convertimos en compañeros inseparables y el mundo se rindió a nuestros pies.

Por eso cuando oigo ese carraspeo y cada parte de su cuerpo parece resquebrajarse ante mis ojos, el dolor se hace tan hondo, tan insaciable, que busco alivio en un sueño inquieto. Luego despierto y lo acaricio con cautela a sabiendas de que la ínfima presión de mis dedos podría quebrar su armazón, ese frente que presenta ante mi para no asustarme. Pero sé que tenemos los momentos contados. 

La sombra de la despedida se hace cada vez más larga y siento frío. 

Lo miro entre mis brazos y recuerdo las sensaciones que su guiño suspicaz, su desfachatez a la hora de mostrar sus matices han producido en mí y en miles de otros. Imagino también su pasado antes de que llegara a mi vida. ¿Habrá conocido a otra como yo? ¿Le habrá hablado con los mismos tonos dulces, el corazón siempre en la manga, y las vibraciones que suenan a caricias? Cuanto más pienso en ello, la ponzoña de los celos corre por mis venas y le grito en mi mente que ya no lo necesito más, que puedo encontrar a otro como él cuando quiera. 

Se que no me escucha, que lo que queda entre nosotros no es más que un pasadizo de recuerdos, un lugar que hoy no quiero visitar. ¿Por qué duele tanto?

Me recuesto a su lado en la cama y lo observo con la mirada turbia, desdeñando el silencio que ha crecido en los últimos días y se me hace insoportable. Yo lo conocí lleno de vida, gritón y melancólico, la perfecta combinación que me arrebató las ansias de un mordisco. Y ahora debo enfrentar su final, mi propio final.

Luce tan chiquito en medio de la cama. Lo recojo y sostengo su cuerpo seco y dormido por última vez. Luego lo beso y como desprendiéndome de una parte de mi propio ser, lo arrojo a la pira candente en la chimenea. Presintiendo nuestra separación, sus quejidos de madera y cerdas rompiéndose me susurran su postrera despedida. El violín se alza en llamas y su alma y las de todos los que me precedieron se esfuman en una nube de humo y cenizas.

Ahora sí, el silencio es para siempre.