In Aeternum

Sol. Luna. Sol. Luna. Sol. Luna…El ritmo circadiano que ha marcado mi esfuerzo desde tiempos inmemoriables.

En el principio eran los dioses quienes dictaban todo ciclo de vida; el calor intenso pero acogedor de Ra y el frío acerado de su ausencia señalaban el inicio y el final de la jornada de trabajo. La noche traía reposo y renovación. La brisa húmeda que soplaba del Nilo arrastraba el canto sinfónico de grillos y chicharras, solo interrumpido por el chapoteo de algún cocodrilo engullendo su cena. Cuando los primeros rayos de luz atravesaban la inmensidad púrpura, mi cuerpo despertaba listo para la faena diaria. Y el ciclo volvía a empezar.

De cada lugar que he visitado llevo una imagen archivada en las unidades sensoriales de mis ojos; pequeños trozos de historias humanas que son también mi historia. He sobrevolado la tierra de los faraones, emborrachado mis sentidos en la miel dulce de los tamarindos de Nubia y remoloneado en las arenas tórridas de los desiertos del Norte. Mi cuerpo ínfimo ha recorrido reinos e imperios que trazaron el destino de civilizaciones ya extintas.

He visto lo mejor y lo peor del hombre. 

Vi la Tierra Santa teñirse de sangre Templaria y Mora, y a los inocentes caer masacrados por el sesgo de cimitarras y montantes por igual. Fui testigo de invasiones y murallas tan altas y fuertes que mil años más tarde todavía se alzan imperturbables por el paso del tiempo. Crucé mares grises y tormentosos para llegar a costas arreboladas por los vientos del Trópico y cubiertas por campos de plátanos, cacao y café. Di alimento a nuevas simientes y esparcí vida por los valles de los grandes lagos y los desfiladeros una vez surcados por ríos Jurásicos.

Presencié el ascenso de la primera dinastía China y la caída del último emperador Azteca. Cabalgué con los Mongoles y atravesé las mesetas áridas del Asia Septentrional hasta alcanzar los límites helados de Siberia. Toqué el manto blanco de los Andes y bebí del río sagrado de la India.  

Durante siglos he visto a hombres y bestias padecer hambrunas y pestilencias, sucumbir a erupciones volcánicas y terremotos, y observé el fuego del conocimiento envolver el alma humana. Pero sobre todo, vi al hombre caer y volver a levantarse.

Esa capacidad tan humana de no dejarse vencer, de sobreponerse a la adversidad y aspirar a más, se convirtió en un cántico triunfal e inexorable. Como yo, millones de seres lo adoptaron, prodigando esperanza y creando belleza en un mundo impregnado de crueldad y violencia.

Pero algo cambió en el corazón del hombre. La tierra vibrante de rojos y amarillos, árboles arcaicos y vida microscópica, se volvió una grilla de lotes particionados de cemento y metal. La cuadrícula urbana se pobló de máquinas que reemplazaron a las bestias y al trabajo manual. El balance de la Creación finalmente se inclinó hacia el lado equivocado.

A mi cuerpo le cuesta volar contra estos vientos sucios. Las miasmas envenenadas de los sembradíos comerciales y el deterioro de la capa de Ozono están agotando la vida del planeta. Selvas y bosques se han tornado en ciénagas inhabitables que, como bocas negras gritando al cielo, absorben todo vestigio de luz.

El hombre ha hecho de su propio hogar una tumba. Ya no puedo contemplar en silencio tanta destrucción. Por milenios, la supervivencia de la humanidad ha estado en mis manos trabajadoras. Pero ya no más.

Si bien el hombre ha notado mi ausencia, el pánico inicial ha derivado en discursos científicos y filosóficos que no han producido ningún cambio. Incapaces de aceptar que el tiempo se ha agotado, ya estarán desarrollando una máquina que me reemplace.

A pesar de no estar programada para sentir ni mucho menos planear de antemano, el impulso vital es tan movilizador que la noticia se ha esparcido por la fuerza misma del espanto. El momento en que mi especie romperá el contrato con el hombre y la naturaleza ya está aquí.

Al oír la señal, abandono mi tarea y me dirijo hacia el punto de reunión. Tardaré varios días en llegar a destino, pero la distancia no me asusta. Me alejo a vuelo bajo sobre el campo de lirios y hacia la caricia tibia del sol poniente.

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El zumbido atronador de millones de abejas confluyendo en un desolado paraje es noticia mundial. Y mientras el mundo observa estuporoso el concilio de las abejas laboriosas, el enjambre se eleva hacia la capa más alta de la atmósfera y, sin mirar atrás, se lanza hacia el espacio sideral en busca de un nuevo hogar.