La Zambullida

Siento el viento desdibujar mi rostro mientras mis manos buscan una baranda, algo, para sostenerse. Pero no hay nada. Solo el vacío que me rodea y acorrala empujándome en todas direcciones. 

Fue un segundo atrás cuando la balaustrada cedió y mi cuerpo se vio súbitamente volcado hacia adelante y me sentí cayendo antes de atinar a nada. En ese segundo no pensé en lo que dejaba o en el terror de lo que venía. Vi a una paloma enfrentarme, socarrona, y alejarse a vuelo raudo y solo se me ocurrió pensar en las palomas que mi vecino suele disparar desde su ventana. Criaturas simples, ruidosas y molestas para muchos. Pero para mí no. Yo las siento como bestias ancestrales, seres alados que conocieron batallas y tiempos de paz por igual, surcando los cielos de la historia con su vuelo de querubín excedido de peso. Hoy me he convertido en paloma.

Las aves se han ido, probablemente espantadas por mi grito.

El mundo se ve al revés. O tal vez es como se debiera ver. Es una perspectiva que te cambia la vida. Lástima que no tendré tiempo para confirmarlo. Mi grito sale rasposo, y suena más a súplica que a alarido de terror. Me doy cuenta que estoy rezando. Yo, la atea, la que conjuró al dios de su infancia con ciencia y tecnología. Y ahora espera que un Padrenuestro la salve. Quien sabe. Dejé de creer en Dios pero nunca en los milagros.

En mi descenso huelo comida y me dejo llevar por un instante a la cocina de mi abuela, a las comilonas de los domingos. Tendría que haberle hecho caso a la nona cuando me fustigaba para que comiera más, para que me sirviera un segundo plato y dejara de comer tanta lechuga. Lo que hubiera dado por probar sus pierogis y su chuño de uva negra una vez más. 

Es curioso lo que cruza por nuestras mentes cuando uno ya se sabe muerto. Hubiera esperado pánico en su estado más puro. Ansias por despedirme de mis seres queridos. Arrepentimiento por no haber hecho todo lo que me había propuesto, como ir a la universidad, o casarme con Héctor, o escribir ese libro que todos sabían que nunca terminaría. Hijos que nunca tuve. Viajar por el mundo con una mochila al hombro y el corazón lleno de aventura. Contemplar el cielo nocturno y maravillarse de la inmensidad.

Todo lo que he vivido y abandonado me ha traído hasta este momento. Mi espalda se endereza, mis brazos se extienden, listos a romper la superficie.

La calle se ve más cercana y empiezo a perder mi fe en los milagros. Dedico un momento fugaz a las placas de los noticieros anunciando mi muerte inesperada y a los rumores de que mi caída no fue accidental. Al menos mi salida no será olvidada tan fácilmente. 

Me sonrío. La intensidad de mi risa me sorprende. Me estoy muriendo y sonrío como si se tratara de un hecho pasajero, mundano, del cual me puedo recuperar con un té de alcanfor o una visita de fin de semana al gimnasio. Dicen que cuando la muerte se aproxima, el cerebro lo sabe y bombardea tu cuerpo con serotonina y otros químicos para inmunizarte del espanto. Puede que sea cierto. Ya no siento el viento golpeando mi cuerpo, adentrándose por mi nariz e inflando mi vestido como un paracaídas sin cuerdas. 

Me zambullo en un océano de infinita belleza y sus seres coloridos, curiosos, me observan atravesar las aguas calmas y puras. Muevo mis brazos y piernas en un baile fluido, lleno de gracia, y cuando por fin toco fondo, me recuesto sobre un promontorio de arena y coral y cierro los ojos.

He llegado.